un tuberculoso hace mucho, la enfermedad le valía madre, bueno, esa era la conclusión.
Compré un pañuelo.
Lo miré de reojo, tapándome la boca.
Era una pequeña bandera, de Ibería, de España, muy bonita, un poco arrugada.
Al abrir el pañuelo los símbolos del viejo Imperio relucieron, se le miraban manchas de sangre, viejos escupitajos, de ayer, de hoy, de hace un minuto atrás, quién sabe, now quizá.
Cada vez que escupo en él me alegra el corazón.
Las manos prietas, arrugadas por el sol, la piel flaqueada por la enfermedad, le temblaban.
Mas un destello firme y determinado salía de sus ojos al retirarse el pañuelo de la boca.
Al ver la saliva, la sangre, en la tela del estandarte, un semblante indómito miraba desafiante la enfermedad.
Sus últimos centavitos los gastó en el ’pañuelo’.
Eran para la medicina, 7 pesos de los viejos que un gabacho le dió, pero le valió.
Eran horas de encontrar satisfacción.
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