Usualmente me dejo asombrar por el paisaje sueco.
Camino las calles asfaltadas, nórdicas, salobradas.
He descubierto que el misticismo que compuso lo consuetudinario ha dejado su magia a un lado y el sabor de la realidad, como el sabor a metal, ha logrado penetrar los poros de mi existencia, como un vil tóxico extranjero a mi constitución.
Miro mis entornos, el gris, se ha vuelto normal. Uno se pregunta, cuándo, a secas, como si la falta de interrogativos al pronombre interrogativo fuere en sí un acto del pensar. Cuándo regresaré. El eterno retorno al clímax.
No quiero saber la fecha que perdí la noción. Ni el segundo en que no importó escuchar la advertencia de su perdida. Ni cómo vine a dar a este pérfido mundo petrificado. Heme hoy aquí.
Las perdidas significan empiezos como morder un pan de piña cuyas boronas se roban granos de azúcar que el paladar nunca sabrá saborear. Mis dedos lambisquean lo que fue y solo pienso en el nombre de la esposa de Lot.
Pero sí extraño adorar el entorno. Dan ganas de perderse total de nuevo. No es que añorar no tenga lo suyo sino lo que cala es la inercia que le acompaña.