Al entrar al templo lo primero que le encubre a uno es su enorme silencio.
Te rapta y te forza obedecimiento.
Y te dejas, es una dulce y dócil aceptación.
Al caminar, uno ve que las bancas mejores días han visto, ya que el laqueó esta desquebrajado por unos segundos de antieres antes.
Hay un deje de antaño que simula invitar antier añejo; que se estrecha a tocar almas atrás que aún dan estima y calor, se antoja sentarse, escuchar esas voces que no hablan ya.
Es un ambiente lleno de misterios.
Yo no sé como es posible tocar algo sin sentirlo, pero si sé sentir algo sin tocarlo y en este templo de dos puertas, quince bancas, 4 paredes, un confesionario, y una sacristía abierta al público, lo hago sin deparar harto en ello.
La verdad sea dicha, el pueblo que lo construyó no lo hizo por lujo. Ni mucho menos ha habido gente lo suficientemente rica como para llenarlo de objetos preciosos que otros templos tienen para colmarle la vista a sus feligreses.
Este no.
No hay mucho que ver en su interior.
Es más, hasta espartano es dirían algunos de gustos más refinado.
Pero eso si, los fieles vienen como abejas a su colmena, a saturarlo de paz y quietud; para que así, al primero que llegue, llenarlo de esa buscada y deseada, mas sin responder, estabilidad espiritual los acoja.
Los feligreses no son presumidos y la única abundancia que tienen, amor, lo derrochan aquí, en estas paredes, carentes de pinturas y ventanas.
Tranquilidad que ya quisieran otros en otras partes.
Eso es lo que más se da aquí, una infinita paz.
Tu muerte carnal.