Ayer: un atardecer este 2019

El día empezó grisáceo, la niebla cubría el paisaje y las horas matutinas con su velo blanco, no se podía ver mucho, solo que se sentía como si el día no quería empezar. El silencio de la casa y el silencio que se veía desde mi ventana al escribir esto, juegan con los caldos emocionales de mi constitución, le dicto a mi cerebro que no haga eso, que no se deje llevar por falsedades, ya no hay tiempo para dejarse consumir por las conjuraciones que las imágenes a mi alrededor quieren provocar en mi cuerpo, no ya no le dejo, es mejor así, la melancolía es muy mala para salud de un hombre rodeado en una sociedad obsesionada con vivir en compañía de otros. Hay que aprender a reconocer los gatillos que hacen que uno se torne triste o quede en inconforme con la suerte del día, no es saludable para un hombre predispuesto a beber cantidades enormes de alcohol para mitigar las ilusiones falsas que la noche contrae al irse al dormir. Pero me desvío de la lectura.

Los guantes blancos. Los tuve que sacar. Aquellos ornamentos que tenía guardados como memorias de un pasado al cual no retornaría, y ahora, jalo el cajón en el cual los guantes aguardan su ritual. Los compré de capricho. En Comune di Grammichele. Iba de paso. Y les vi, pensé, como los que se ven cuando los académicos abren libros de importancia. Eran unos guantes denominados en ingles kidskin gloves, guantes hechos de piel de cabrito. Los compré como cuando compro utensilios de cocina sin saber para que son, solo sé que me gusta la forma del objeto para darme una idea de cómo viven otros o se tornan sacrificios y alimentos para las fantasías esas de mi vida alterna en otros universos en los cuales yo soy un hombre de clase media sin problemas de dinero. Que ritual, pero le da importancia al acto de leer. Y más a lo que estoy a punto de leer. Era el diario de Carlos. Me puse los guantes delicadamente, con tiempo, sintiendo que cada dedo de la mano estuviese cómodo en su lugar, era una ceremonia después del todo.

Para quién sabe quién:

Parece que los años vuelan. Como las hojas de los arboles o arbustos lo hacen en otoño o un día cualquiera de esos en que el viento juega con las hojas en un remolino, un día seco, en que las hojas de los arboles al rodar por el asfalto hacen eco con su sequedad y que se levantan en conjunto para acabar en alcantarillas o quién sabe en dónde, como los segundos que gasto pensando en ti o fantaseando contigo, tíº, yo y todo eso que el universo de los sueños imposibles marchita lentamente al ritmo de Greenwich y que se presta a los caprichos de la naturaleza. Lenta agonía siendo que el universo tiene millones de años y al final nadie más que la soledad verá lo que pasó al íºltimo.

 Así se leían las primeras frases del diario. Mi mente voló. O retrocedió, quién sabe qué. Solo dije, oh Dios. Y me acordé de Martín Buber y las conversaciones que sostengo con ese Dios judío. Y pensé en mi relación con ese. Y es que de reciente para acá siento pena hablarle a ese Dios. Da pena rogarle por pormenores que nada tienen que ver con las urgencias que aquejan a la humanidad, o la satisfacción de complacer la carne. Para qué le pido, por ejemplo, una mujer. Sé que es una oración de desesperación no por mi alma sino para apaciguar mis deseos carnales los cuales sufren bajo la tortura de la soledad. La soledad hace de la carne un, diríamos, sueño Rulfiano en donde Comala es el caldero de la perdición.

 

 

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