La suave calorcita del asfalto

El invierno se aproxima pensó.

La oscuridad vení­a con vientos gélidos, cubrí­a las calles y las sombras, que se desvanecí­an bajo la luz de una luna menguante, se imponí­an a la oscuridad reclamando forma y ser. El silencio que suele acompañar estas calles resonaba cada ruido que estas noches producen y camino a quién sabe dónde, Juan se percató del teatro que la vida le imponí­a para deleite de deidades aburridas. Hojas del verano pasado ya secas y marrones yací­an tiradas por los bordos de las banquetas, algunas las empujaba el aire haciéndoles correr por el asfalto, colillas de cigarrillos adornaban pasos que alguien anteriormente habí­a pasado por ahí­ y la luz de un farol le guiaba en su deambular. Se rió porque ese alguien siempre le parecí­a en su imaginación como un hombre. Nunca una mujer.

La pregunta que la soledad le hací­a como mala mantra cotidiana hizo eco por su cuerpo. Corrió por sus venas cuchillo en mano  y le apuñaló su corazón con todo lo que pudo. Le hizo saborear el filo al cuyo sabor ya estaba acostumbrado. Agrió y lleno de esperanza. Escupió y decidió hacer lo de siempre, ignorar, proseguir, aceptar, resignación, un darle cierre de cortinas al martirio de las preces incontestadas.

Esa es la alimentación sangrienta del deseo del cambio. Acto seguido le habló a dios. ¿Qué está esperando a que las cosas cambien? Que cóctel pensó.

A su edad ya nada parecí­a de mucha importancia.Tal pareciese que lo que tuvo que pasar ya pasó. Sentí­a como si el tiempo ya no tení­a ni tiempo ni ideas ni aventuras para él. (Confesión extraí­da durante una borrachera)

Su vida un cascarón que da ideas para reuso pero que ya no brilla lo que prometí­a cuando estaba lleno de esa imaginación que tiende a impregnar el aire mismo que da sustento a la vida. Un cascarón intacto está lleno de ideas, esperanzas, posibilidades. Un cascarón que dio lo que tení­a que dar ya no tiene esa promesa de lo que se puede ser. Ya viendo y siendo lo que se es y será, el cascarón pierde su luz revitalizante. Ahora hay que reproducir por cuenta propia el resplendor del cascarón.

La mayorí­a de la gente no nace sabiendo como relucir lo que tienen y mucho menos sabe como relucir de la nada. Renacer, reinventarse y rehacerse de nuevo es una labor titánica.

Pensó. Porque eso era lo que mejor hací­a, pensar. Y empezó a recordar. No le quedaba de otra a esas horas. Recordar lo que pasó. El pasado. Solo le faltaba la música. De ese tipo que muchas culturas milenarias han sabido crear para acompañar el silencio, la soledad, darle ritmo al aburrimiento. De ese tipo de música étnica y con dejo melancólico. Música para cultivar la paciencia y él tan aprisa para ir con toda velocidad a ningún lado en particular. Pensó en las obras de música koto que tanto le gustaban. Que tal traer en si uno de esos instrumentos, se imagino, uno de trece cuerdas. Y dejó que la imaginación fluyera hasta que el graznido de un cuervo lo remontó al pasado de nuevo.

En realidad no hay muchas culturas dedicadas al presente. Empezó a especular porqué. El pasado es un vicio como la heroí­na o las drogas en general, el alcohol. Siempre hay que regresar al vicio. Las culturas milenarias se empeñan en hacer de sus ciudadanos unas maquinas del tiempo cuyo medio de transportación lleva a lo que sucedió o sucedí­a, rara vez a reflexionar sobre lo que ha sucedido y algún empeño habrá por lo que pudo haber sucedido. Las culturas de Occidente hoy en dí­a quieren hacernos más conscientes del hoy y veneran las cualidades de vivir en el minuto exacto que se respira. Algunos observan las resistencias a ello porque siempre caemos de nuevo al vicio de remontarnos al pasado. Si tan solo pudiésemos marcar las horas, las fechas, decidir a cuál tiempo remoto podrí­amos ir a ver, revivir. Pero no. Más de las veces el mal llamado flujo del consciente viene con narrativa en mano y nos hace sentir con dolor (rara vez alegrí­a) lo que fue. El presente nos duele escuché o leí­ por ahí­ pero creo que lo más apropiado serí­a que le escatimamos su lugar en la hora en que se le mira. El Occidente nos enseña a ser crí­ticos y duros con nosotros mismos y nos hace evaluar nuestro valor. Qué somos hoy y cómo hemos llegado ahí­ y qué valor tiene esa presencia al hoy por hoy y más de las veces nunca tenemos el valor que creemos tener. No nos apreciamos correctamente.

Una ráfaga de viento le hizo abrir su abrigo inglés duffel. Le hizo escanear su entorno y vio que si apenas habí­a llegado al centro de la ciudad. Lucí­a vací­o. Sin vida. Las tiendas llenas de luz para evitar robos. Que pueblo, tan pequeño. un pueblo bajo la oscuridad siempre da sensaciones de abandono, de miradas de reojo, de alguien que cuida los pasos que uno toma. Como si no bastara con la constante observación a la que uno se somete pero quizá esa era lo que acentuaba la desolación  de las calles a esa hora inhóspita para las voces internas de uno mismo.

Qué vida. Qué vida.

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