Mi agudo sentido del oído detectó desde mi cómodo y rico petate un ruido fuera de lo normal. De primero me medio alarmó porque sonó un poco desesperante. Como que algo frotaba en pos de un objetivo en mente. ¿Qué será eso? Me dije entre mi mismo. El ruidillo no duró mucho así que pasó de largo hasta muy poco después cuando me di cuenta qué fue lo que causó el susodicho ruidaje.
Y es que ya están aquí.
Quién sabe a donde van a meterse ellas y sus clase pero durante todo el invierno no se dejan ver. Mas ya hace un poco de calorcillo como para que a ellas sea lo suficiente para salirse de sus invernaderos. Y ellas a mi por consecuencia me sacan un vocabulario y unas emociones que reposaban en el invernadero de mi alma durante su ausencia.
Era una mosca.
Aleteaba desesperadamente por salirse. Estaba chonchita la cabrona, sabrá Dios de’on vino para venir a dar a mi dormitorio aquí en Estocolmo. Batallé en cacharla a la muy jija de la rechinchu, causándome un afán ya lejos y fuera de práctica. Pronto me saldrán de la boca cosas así como ’¡moscas latosas!’, de seguro hasta empezaré a alzar mis brazos en vano para ahuyentarlas y de seguro las corretearé, tanto así que hasta sed de venganza me sacarán.
Esa pinche mosca no duró mucho, la agarré con mi calcetín cuando descansaba de su aleteo infructuoso en el vidrio de la ventana, pero no la apachurre. Me la llevé al baño donde al aventarla con fuerza al agua del toilet se pegosteo en un gallo mañanero que había escupido antes ahí. Le bajé la palanca al flush.
De seguro vienen más por ahí porque mi enemigo a muerte, el mosquito, también saldrá a chingar pronto.
Esa es la primavera en Suecia.