Era una tarde más de Octubre. En 19__ había demasiadas tardes así, frescas, llenas de ese aire que indica cambio. La de este Octubre no era nada diferente a no ser que estábamos en otra parte de la ciudad. Lo curioso de nuestra ciudad es que creemos que cada rincón es lo más representativo de ella. Así que los del Centro creemos que los del Este de la ciudad sean, para ponerlo en términos comprensibles, menos civilizados, menos primer mundo que nosotros. Más curioso aún es que nuestra ciudad alberga un espejo que refleja todo lo que ocurre en el país pero a una escala menor. No sé cómo es que la dirigencia local no se ha percatado de ello, pero ahí tengan ustedes otro ejemplo de lo que es el país, no se puede decidir localmente por temor de ofender al centro así seamos muy del Norte y toda la gama que ese mito represente para el norteño mítico del país que Dios bien sabrá no tiene nada que ver con el tipo de norteño que soy porque bien sabe Dios que de verme como el estereotipado norteño no aguantaría la vergíüenza correr por mis venas. Nunca fui de los que le gustan las botas y mucho menos traer sombreros Stetson por un así decirlo. Por ende eso del primer mundo, estamos más allá que acá.
Ir al Este representaba un viaje fuera de lo normal para nosotros. Representaba ir a un México que aprendimos de los libros de los textos pero que no vivimos exactamente. La vida esa de los mexicanos es un poco extraña para nosotros que vemos el Día de los muertos más como intromisión para nuestros deleites que un día a celebrar una tradición que realmente no tiene nada que ver, otra vez, con nosotros. En múltiples casos me he encontrado con muchos de mis contemporáneos que una vez convencidos de la superioridad de las tradiciones mexicanas al sur del país abandonan como viejo trapo toda una infancia detrás de sí como una prenda horrenda al estilo de esos pantalones de campana que ostentábamos como lo último en moda allá por la década de los Dug Dugs. Así, las memorias son erradicadas por una noción romántica de una nueva prenda a vestir y adorar como el demonio que adorábamos durante esos éxtasis metaleros que Ozzy Osbourne inducía con la guitarra de Randy Rhodes en Crazy Train.
No que en el Centro no hubiere golpes, los había y varias de mis cicatrices así lo atestigíüan, tengan, ustedes, como ejemplo mi dedo cordial que sufrió un abrupto fin el día que íbamos rumbo a la Zona Norte de la ciudad con la simple intención de darle una garrotiza a un barrio enemigo nuestro. Con botella en mano y dispuesto a lanzarla al aire para ver quién sufriría el castigo de su libre caída nunca supuse que ese mismo sería yo. Así que desde ese día sufre mi dedo cordial porque de cordial no tiene nada ya que la botella de vidrio con destino alterno terminó rajando el nervio que hace doblar el dedo y ahora no puedo doblarlo a mi manera sin la ayuda del dedo anular o el índice. Lo cual resulta darle el dedo a la gente o como los italianos dicen Il gesto del dito medio alzato, o terzo dito.
Pero estos eran unas bestias de lo peor, no se tientan el corazón. O por lo menos eso creía. Con la valentía que suele caracterizar a los jóvenes esa tarde salimos rumbo al Este para demostrar una vez por todas quienes eran los verdaderos amos de la ciudad y fuimos sin deparar en los pormenores de que en tierra ajena, bueno, hay que amar a Dios en tierra de indios. Llegamos, el sol relucía sus últimos rayos y las cortinas del crepúsculo aquel ni tardes ni perezosas nos hicieron ver un cielo estrellado poco común para los del Centro. Quedamos vislumbrados por el espectáculo celestial esa tarde, Venus lució esa tarde como una virgen ante nuestros ojos y el romance nos traicionó, sentimos el frío del viento acariciar nuestras mejillas, el mismo frío que los edificios de nuestras calles hacían no llegar al calor de nuestras reuniones nocturnas, pero en ese campo abierto del Este, en donde el espacio no sufría de las luces del Centro, estuvimos a merced del atavismo que el hedonismo nunca permite entrar a su lecho.
La sangre no se hizo esperar, para nuestra suerte era una lucha pactada, y a diferencia de hoy, antes los pactos se respetaban sin esa bestialidad que ahora caracteriza a nuestra ciudad. Era un pleito a mano limpia. Nuestro compañero recibió una buena catiza, como se dice en el terreno, o sea, una buena chinga en buen mexicano. Sí, se estrelló la cabeza con un triplay de una traila de Tecate y sufrió en carne lo que es sentirse grande bajo las drogas y la realidad sobria que un alcohólico puede brindar ante un drogadicto – pero esa tarde también aprendí algo nuevo de la ciudad: ya no eramos los amos de la ciudad. La geografía de la ciudad se agrandeció.