Acá no hay muchos que estén locos. Por lo menos no declarados abiertamente y que gocen de la libertad que el pueblo les otorga licencia para ello. Pero ayer pude por fin ver uno. Libre, en la calle, hablándole a los cuatros vientos y robando miradas de los transeúntes. Fumaba, gritaba, caminaba a lo loco. Yo estaba sentado en una de las tantas sillas que hay en la biblioteca del pueblo. Tenía vista al lago que esta conjunto. Alcé la mirada ya que los gritos desquiciados del inusitado visitante alcanzaron a llamarme la atención. Volteé a ver la rareza que ofendió el orden del día. Debo de confesar que me causó alegría el espectáculo. Tenía años que no sufría una abrupta interrupción a mi vida cotidiana como esta última. Me alegró mi corazoncito.