Bibliotecas

Leyendo a https://cunadeporqueria.blogspot.com/ doy cuenta de un pormenor, pero no sin antes mencionar al dueño de susodicho bló. Es un escritor advenedizo a Tijuana y ha aprendido mucho de nuestra hermosa ciudad. Lo leo con mucha frecuencia porque su sola presencia me molesta a ser verdad. El susodicho escritor es gíüero y el vato viene más o menos de una cremita nata de por otros lares y se cree muy euro y no admite su perro #whiteprivilege. Me gustarí­a estar ahí­ el dí­a que se saque un DNA. En fin, eso no quita que varios temas que el mentado fulano toca no sean de interés universal. Habiendo dicho eso, prosigamos. Bibliotecas.

A mí­ me dan asco las bibliotecas.

Asco de regurgitar, guacarear, vomitar, me causan nauseas. Hay gente que siente bonito al entrar a las bibliotecas, admiran la arquitectura que resguarda tales hojas, admiran cuán interminable es la cantidad enorme de libros en los estantes, se sienten muy hipster, muy románticos, que sé yo. He querido seguirles la corriente, jode, leo, uso libros, y conozco multitudes de autores no a tí­tulo personal pero sí­ a tí­tulo de volumen. Tomos por doquier que han logrado marcar mi vida, unos más que otros y otros menos cuyo impacto queda registrado en la memoria como aquel libro de funerarias y sus practicas que aún me persigue en la mente por el simple hecho de su tí­tulo y lectura. He leí­do. De hecho me molesta no leer. Por eso he querido emular ese sentimiento que otros profesan por los libros, por las bibliotecas, por sus estantes personales llenos de libros que han leí­do. El culto a la bibliofilia no me viene a mí­. De hecho, en este bló conservo una reservita de ”recensiones” de libros que he leí­do. Y otra gran cantidad de recensiones de otros libros que leí­ y escribí­ a puño y tinta. Muchos de ellos me causan sorpresa a veces porque simplemente no recuerdo ya haberles leí­do. Quizá no sea hincha de la idolatrí­a al libro por el simple hecho de ser un libro y tener un lugar en dónde estar. Puedo ser fanático de libros antiguos, que a santa fe, son mi debilidad. Pero eso dista mucho de profesar amor a libros por el simple hecho de ser libros. Por ende me causa curiosidad ese empacho que muchos hispanoparlantes tienen de posar con los estantes de sus libros. Se quieren dotar de un poder invisible que un fondo de libros produce en la mente universal. Sabidurí­a whatnot sin dar créditos a otros de lo que uno adquiere gratis para pasarlo como algo original y propio o peor, engañar al ojo del incauto que observa a ojo pelón o lectores primerizos que se dejan impresionar fácilmente.

Recuerdo muy bien mi primera impresión de una verdadera biblioteca, aquella biblioteca que me quitó toda esa virginidad de sueños guajiros que se habí­a acumulado durante años de lecturas en comics, revistas o series de revistas mexicanas y la ilusión aquella de un primerizo de lecturas a medias que germinaba dentro de mi porque leí­ o entendí­ que habí­a ciertos filósofos o autores de gran envergadura que eran importantes para el desarrollo personal de uno. Llenaban un espacio de hambre de sabidurí­a en mi juventud que no saciaba, que no llenaba por falta de oportunidades. Jode, las bibliotecas públicas de Tijuana carecí­an de mucho en los ochentas del siglo XX y para empezar, habí­a que saber en dónde estaban los tomos esos de importancia, habí­a pistas de sus lares, jolines, uno veí­a a los morros de la camada entrar y salir de ciertos lugares como la vieja biblioteca del Centro Mutualista por el Cine Zaragoza la cual no existe ya de por cierto, y los barruntos apuntaban y abundaban chonchos, impregnados de sueños de cómo eran por dentro esos lugares sanctos a la lectura; pero no habí­a voluntad, aunque sí­ imán por la biblioteca del Parque Teniente Guerrero. Entraba, veí­a, admiraba, sentí­a, olí­a, wachaba, era casa de alguna forma, era biblioteca del pueblo, todos podí­an entrar, entraba porque podí­a. Eso sí­, tomar un tomo en mis manos y sentir su aura nunca de los nuncas me ha abandonado, siento las letras en las manos. Me inyecta siempre la incertidumbre del no saber que está plasmado en las hojas enfrente de mi. Salgo del tema en mano, decí­a, la biblioteca de las nauseas, esa fue la biblioteca del colegio de Cañada College en Redwood City. Recuerdo entrar en ese recinto del colegio y recorrer mis dedos por los tomos interminables de la escuela, casi guacarié. Se apoderó de mi un sentimiento de imposibilidad, de una labor que nunca habrí­a de terminar, una labor interminable. Is too much. Desde entonces les tengo pavor a las biliotecas. Y es que hay miles de millones de libros y muy poco tiempo para poder disfrutar, comprender, entender, leer a las anchas de uno, y más es el sentido de la imposibilidad de la labor si es que uno resulta ser proficiente en varias lenguas. Tengo el gusto de poder leer en 5 idiomas, español, inglés, sueco, noruego e italiano, uqe vaya, casi estoy seguro que si me lo propongo leo portugues y danés pero no puedo jactarme de poder hacerlo porque aún no me lo he propuesto, pero serí­a interesante poder leer a Elena Ferrante en su lengua nativa o a un Paulo Cohelo en su lengua nativa. Abruma entrar en una librerí­a y no tener tiempo para poder consumir todo eso.

A pesar de ello visito todas las bibliotecas que puedo en cada pueblo al que llego. El silencio, las miradas, los vistazos, y el paso de sus inquilinos lo arropa a uno sin importar clases o estatus social. Pero como dice el corrido, me embarga sumo pesar recorrerlas. Y válgame que he estado en muchas, gracias al dios bendito. Roma, Estocolmo, Madrid, Tijuana, UNAM (Ahí­ leo cada que voy al venezolano Carlos Martí­nez Moreno y su Las Bebidas Azules), Paris, etc.

Gracias Daniel, te los lavas putillo, con todo respetillo

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