No tengo mucho de qué escribir. Quizá sea una mala idea empezar a escribir así. Estamos aquí. Que es lo más importante. 7 de marzo 2019. Nada ha cambiado mucho desde aquel ayer. A diferencia mis entornos sí, me encanta ver el reverdecer de la primavera. Me encanta ver el césped resucitar, los cambios graduales de los colores, más el amarillo que después de dar un aspecto tétrico da dando paso lento a su transformación colorida. Empecemos por partes diría el sastre. Cuando el invierno domina el terreno este último deja que la nieve se ensañe con el césped pero el cespéd no es un ente tonto, sacrifica sus últimas hojas al señor del frío y lo gélido. Sus raices despues se resguardan de la helada bajo tierra y duermen hasta el primer indicio de que la primavera está por llegar.
Es lógico, habrá que estar verde ya para cuando su alteza la primavera llegue con todo su esplendor haiga on´pisar blandito. Así que la vegetación que sufrió el tremendo peso de la nieve yace apachurrada y visiblimente con señas del peso de la nieve y las quemaduras de las temperaturas bajas. Al recibir la luz del día las hojas del césped lucen un amarillo opaco, descolorido, como si nunca hubiese sido verde alguna vez y como si el marrón le sería lo más natural de ello. Este nuevo resplandecer lo noto cuando trancurso los campos de los altplanicies suecos en mi diario consetudinario al desplazarme entre los pueblos que hoy en día habito.
El tren que tomo para ir de N a T es de 29 minutos. Y cruza por los bosques y las tierras arables de estos lares rocosos. Es de un gusto enorme ver el cambio al paso de los rieles. Los colores del prado tosco de esta región dan mucho en que pensar. Acá lo dejan crecer a su manera y es silvestre a lo que da. Por estas fechas la vegetación ya despertó. Ya ha ocurrido mucho desde que la nieve cedió paso. Ya se nota la vida vibrar en pos de adueñarse del terreñu. Y parece que nunca va acabar el transcurso. Transcursa tan lento que uno diría que no pasa, que si uno parpadea, desaparece la magia del camino del tiempo hacia lo inevitable y su eterna rutina, invierno, primavera etcétera. El color del pasto silvestre es lo que me cautiva a ciencia cierta. Me causa admiración ver el proceso químico que la luz produce en el césped. Día con día, claro, excepto los fines de semana porque no viajo. La rutina no existe ahí, no existe como no existe la negación. Es que aquí no hay otra que ver el césped crecer. Reverdecer. Retornar. Retomar, exigir dominio. Colorear lentamente el paraiso del diaro devenir. Y apreciar cada segundo de ello en esos momentos en que la vida transpira en el desplazamiento dentro de un vagón de tren.