*A Konzy
Aquella noche solo había sombras. Las lámparas, como en el poema de Maples Arce, desangraban. Era hora de buscar no sé qué. Y entramos al antro de mala muerte El Buen Samaritano de muy mala gana. A pesar de que veníamos de la noche más oscura del año, se nos hizo difícil tanto como acostumbrarnos a la luz del mal antro como los olores que emanaban de ahí. Las cortinas que hicimos a un lado al entrar para poder ingresar tenían ese gruesor de años de no lavarse o de años de pasaditas de mano, de cualesquier manera, para mí, ni olían bien, ni se sentían frescas. Digo, no sé que ley dicta que esos antros de mala muerte tengan licencia para dejar que el tiempo haga lo que quiera con la tela sin intervención humana alguna. ¿O hasta que llegué yo nadie se había percatado de la suciedad de las cortinas o qué? Eso debería de despertar sospechas al incauto de que algo no funciona bien en el pueblo, digo, ¿que tipo de inspector de salubridad deja pasar desapercibido ese tipo de detalle?
El detalle de los antros de mala muerte es que todo vale madre. Así que al entrar, si uno anda medio sano, nota todo. El piso pegajoso al dar el paso; las miradas que recaen a uno a pesar de que la mitad de los mal llamados contertulios, porque no había conversación, recaen en uno, no por curiosidad, sino porque la luz entra dando noticias de la hora del día o molesta. Algo así como las conversaciones que conllevan a la obsesión. Y luego la consola, porque la consola trabaja. … yo traigo un cuerno cortito que es mi fiel amigo … se escuchaba. Me enfoqué en … las hembras son mi delirio …. Pensé en ti.
Al entrar al tugurio me acordé de mis días en Suecia. En particular de cómo el sol albo brilla dejando una estela de colores en su corona entre las nubes. Así sean las 8 de la ”noche” la luz del día triunfa lo suficiente para desquiciar al mundo árabe. No hay como un la luz del sol de medianoche como para echar en brama a toda una religión.
Me senté en la barra mientras mis compas buscaban afanosamente ’on tirar el agua como se dice por mis lares. Dieron las 4 de la madrugada. Hora, que como diría Joan Margarit: a la vez en un único ladrido, bronco y sin ritmo alguno. No sé como pedí una cerveza, pero la pedí y se me dio. Cargaba la mala muerte del tugurio aún y bebí para olvidarlo porque sentí así como que no debería estar ahí. A un lado de mi hablaba un mesías de cómo agarrar una cerveza, porque quesque le molestaba xente que sostenía la jarra de la birria en las garras como si se fuese a huir, o sea, a quien chingados le gusta cerveza caliente pues. Alejé la mano de la tarra.
Aquellos gíüeyes pronto empezaron a acomodarse. Les olía mal el tugurio porque caminaban como si estuvieren en tierra ajena pero de las sombras salieron demonios conocidos, así que más prontos que perezosos, se sintieron en casa. Yo, sin embargo, no aguanté la podredumbre y me salí a respirar aire limpio. Y el alcohol me golpeó bien machín al salir al cuadro de la ciudad cuyo renombre es red district en países más europeos pero que aquí se le denomina como la cawuila. Amanecí en tus brazos y ni sé cómo fui a dar ahí. Pero no importa. Nada importa ya. Estamos. Tú y yo. Una ilusión que no puede ser hasta que abras los ojos. Desperté.
Y ya no estabas ahí. Soñé. Como cada noche. Y le olvidé. No de a devis o a propósito, sino porque no sé cómo recordar. Lo que importa es la esperanza, resonó de la nada. Como el tugurio que invitó un espacio ajeno como aquel dicho romano: Alea jact est, darling.