Estuve en los lugares clásicos. Sin estrés. Caminé las calles como si fueran mías. Eso hace la visita un poco agradable, no la presión de esos impulsos desgastadores de tener que ir aquí u allá porque hay que verlo siempre y cuando uno está en París.
Es mi segunda vez y la verdad esta vez no fue como la primera. Las memorias, sin embargo, se hicieron sentir. Y por eso quiza no pude disfrutar de la ciudad como debiese haberlo hecho. Los lugares comunes del turismo que antes tenía que ver porque en la primera vez, hay que tener que hacer todo en un día o andar a prisas por ello, infligieron dolor.
Mucho tendrá que ver con el idiota ese que vio París aquella primera vez, fui un puto idiota que no mereció ver a París. Verán que los símbolos, las pinturas, las estatuas, las puede manchar el recuerdo con los actos de uno. Un pleito, un disgusto, una querella, eso deja su impresión en las cosas y las cosas de París, esa ciudad de inmensas posibilidades, no ofreció misericordia al nuevo yo, al este de hoy y gracias al idiota del aquel entonces, las calles y sus habitantes reconocían en mi un puto imbécil.
Pero la culpabilidad dio campo a saber vivir de los errores aquellos. Mientras el dolor era intenso, yo disfrute un poco de sus bares que me parecieron sedadas por una atmósfera que no logré de entender del todo. París relució por su silencio. El Metro, y los parisinos se me hicieron sumamente callados, no había desgaste verbal ni alborotos típicos de una cultura latina.
¿De qué sufre París?
Ambos sufrimos sin duda, las memorias de algo, y en eso nos pudimos comprender París y yo.
En el silencio, en el dolor.
Acá en FB unas cuantas fotos: http://www.facebook.com/media/set/?set=a.267630409945316.59302.100000950771994&type=1&l=e8ac66984d