Recuerdo con cierta aprensión el día que me mandaron a comprar un kilo de tortillas con 2 dos coras. Una cora en Tijuana equivale a 25 centavos americanos de los EEUU. Así que eran dos monedas de esas. Me causa aprensión porque ese día tomé la decisión de no ir a la tortillería por ese kilo de tortillas que mi familia me había mandado ir a comprar. Y es que rumbo a la tortillería había un local de maquinitas. Los locales de las maquinitas en aquellos entonces me traen recuerdos interesantes y criminales, venga, que esas jugosas historias tendrán su lugar pronto pero por lo pronto, atengamosnos a la historia que se presenta este momento. Esos locales tenían tanto las viejas maquinitas de pinball o de esas maquinas con una bolita de acero que había que evitar que entrará a la zona del empiezo de nuevo así como las más nuevas que usaban mecanismos en base de consolas. Nunca fui bueno ni para Asteroids ni para Pacman, así la vergíüenza me achaque aún hoy en día. No recuerdo con certitud si fue el impulso por querer jugar y ganar o el ruido de verme dentro de esos antros de ruidos y juegos que un adolescente no puede resistir por justo ser un lugar lleno de tentaciones imposibles para un joven.
No creo que sea necesario decir que acabé mal en casa. Después de la vil perdida de mi apuesta a un juego cuyas ganancias solo se miden en ganancias de esas personales como el orgullo personal o la satisfacción de haber logrado algo que no se creía posible de poder lograr regresé feliz a un hogar en espera de un kilo de tortillas que en mi país, sino llegan a tiempo, hacen o malhacen una merienda por muy rica o sabrosa que esta última sea. Entre gritos y cabizbajo el triunfo de un juego marcó para siempre ese día. Y es que de adicto a las maquinitas no me bajaban. Se me comparaba con esos jóvenes que usaban Walkmans y las historias de jóvenes que sufrían de males de oído y sus respectivas historias de esos adictos al Walkman y la pus que se les salía de los oídos por tener siempre en las orejas los auriculares no se hicieron esperar.
Ahora de grande y como maestro de idiomas me toca escuchar historias de jóvenes que permanecen inmutados delante de las computadoras jugando juegos que requieren horas y más horas de trabajo, ideas, adicción al programa y como es que aceptamos esos cambios como aceptables y generamos argumentos pedagógicos que relatan los beneficios de permanecer delante de la computadora hora tras hora delante un juego mecánico que los antiguos nos recriminaban porque para ellos era un mal a evitar.
No digo que es un mal que los jóvenes de hoy permanezcan delante de los programas que los inducen a trabajar con entusiasmo y alegría una idea de esas como la que yo tuve hace mucho: lograr algo personal así sea efímera la meta que se logra. Para nada, solo me pregunto, cómo hemos de enfrentar moralmente, la idea de que el humano, en realidad, como todo animal, debería de reposar, no hacer nada, caer en rutina, y ante todo, aceptar que nada importa un comino y mandar todo a la chingada es lo nuestro.