Aquí en los altiplanicies de Suecia la tarde de este día nos hace a todos regresar a lo normal, lo grisáceo. Aún no hace frío pero hay que cerrar las puertas que lucían abiertas unas semanas atrás y lo único que queda es dejar las ventanas entreabiertas, aún así, siento que mis hombros empiezan a joder ya. Justo esta mañana pensaba en bajarme una píldora con el café, una de esas que anuncian en la televisión para aminorar los dolores del cuerpo. Pero no, solo quedó en un pensamiento, en un posible, por lo regular le tengo miedo a las pastillas y lo que le puedan hacer a mi hígado, esto de quién no tiene el menor reproche de beber cerveza, vino, alcohol, quién lo iba a pensar, aquel de las valium no.
Los aspavientos delos suecos no lucen labios de alegría, sabía que no iba a durar y que pronto dejarían de pensar que soy turista porque suelo hablarle en inglés a mi hija al ir de compras. Aunque confieso que me gusta que me confundan y que intenten responder con el inglés que poseen. Regresa la angustia del acontecer. De lo acontecido, de las culpas que habrá que digerir con el colador del ego, el superego, el id, cobarde como lo es siempre, rehuye. Aquí, en la tierra del control de comportamientos nada se puede hacer sin que haya repercusiones tanto intrínsecas como extrínsecas. Recorro las calles solo para surtirme de víveres, vivir en este pueblo es como vivir el infierno dantesco al séptimo nivel en un día que el mino-tauro tomó un buen descanso -. Y es lo normal, aquí mucha gente vive sola. Recorro las calles, rehuyo las miradas de las hembras porque aquí no se puede mirar a las mujeres de más ni pensar en la belleza que aflora en este pasaje violento al hispano y rehuyo los visajes agrios que portan ellos y ellas y no se hace esperar la coraza que rechaza lo que mis ojos interpretan de la muchedumbre, evito saludar a la gente y me hago el sueco.
Ya nadie es feliz estos últimos días de Julio en los altiplanicies de Suecia, se acaba el buen clima, se acaban las vacaciones, se acaba la buena disposición de los suecos. Mis memorias me traicionan también. Me hacen sentir el averno que los bebés sin bautizar sufren, ese limbo que lo hace a uno ni de aquí ni de allá. Recorro las calles en una bicicleta que ni me gusta ya y sus llantas le dan vuelta al ayer y me hacen sentir incomodo, aquí el tiempo no te hace olvidar nada y la peccata minuta se hace un universo años luz, un hoyo negro del cual jamás se sabrá su fin más que las convulsiones que uno siente en el aquí, en el hoy, en este momento. No sé cuándo pasé al cambio escatológico pues es así como miro mi vida aquí y al campo fecundo de añorar todavía un más allá de lo escatológico. Quizá comprende a Ezequiel 37:1-10 el tal Carlos. Ya me perdí, no sé quién soy. Me rindo y no me rindo; me rindo para recapacitar.
Conjuro imágenes de un futuro y planeó mis estrategias para poder vivir con ellos y lejos de ellos a la misma vez. Ellos son los habitantes de los altiplanicies de Suecia. La cosa es que no me llevo bien con ellos. Los evito, así como ellos me evitan a mí. Yo poseo una carismática en estos altiplanicies que me hace que todos se alejen de mí; así como yo siento una especie de repugnación hacía ciertos ciudadanos suecos que no son suecos pero que han crecido aquí: reacciono ante los suecos como si tratarán de ser prepotentes pues ellos así lo aparentan. Y comprendo que he pasado a la asimilación completa aunque me duela.