A esa

Marí­a Esther Martí­nez Lucero, Tijuana, 1961

El vací­o le molestaba. Deberí­a de sentir algo, pero no sentí­a nada. Le molestaba, no querí­a que el evento perdiera el significado y la trascendencia del acontecer.

La mente registraba que algo no funcionaba con el cuerpo de las emociones que deberí­a de transcurrir por todo su ser. Una especie de trastorno mental era lo mí­nimo pero él seguí­a inmóvil, inquieto y molesto porque no sentí­a nada. Quizá vivir con puras mujeres le afecto lo masculino que insistí­a manifestarse, quizá una cruenta lucha por la esencia del sexo libraba batalla. Quién sabe.

Buscaba inquieto por todo su cuerpo alguna seña y nada, no habí­a ni el indicio de que algo estaba por gestionarse. Y así­ pasó, sin acontecer aquel entierro.

Murió ella. Esa mujer que solo vagos recuerdos dejó y un testimonio de que ella era su madre. Solo creyó como la gente cree en Jesucristo y tomo por hecho de que así­ es, ella era su madre. Los testigos de que era mi madre eran voces de la familia. Ellos sabí­an más que yo y por voz de boca creí­. Dizque una vez la mandaron por un pastel para mi cumpleaños y la señora me llevo galletas y leche mejor. Han de haber sabido una delicia.

Un dí­a tuvo una conexión con ella. Quizá el primer recuerdo de que ella era la madre. Lo curioso es que él sabí­a que ella era la madre y ella lo reconoció. Era una madre que no querí­a saber de hijos o por lo menos de crianza de hijos. Fue en la calle segunda, rumbo a un destino que la memoria no tiene registro, quizá como miles de niños en México por ese tiempo en Tijuana, a comprar tortillas; caminó por esa calle rumbo a la Alba Roja y la vio barriendo una habitación que relucí­a azulejos, supo él que ella era la madre y se detuvo. La madre ni lo invito a entrar a la habitación. Solo un saludo y ya. Lo curioso es que no esperaba más. Solo la alegrí­a de verla le bastó. Le gustarí­a saber cómo es que supo que ella era la madre, pero cosas de niños, cosas de madres y así­.

Después, en otra memoria ella le elogiaba una camisa, amarilla. Ella dijo que le quedaba bien. í‰l miró con aprobación el elogio y alzó la mirada a sus ojos para ver a la madre complacida de ver a su hijo con una prenda que le quedaba bien a él.

Y un buen dí­a ella murió de un cáncer intestinal. Unos dijieron que las vagancias de bar en bar le llenaron las tripas de ese mal; otros que fue por tener tantos hijos. Las memorias y los años llenos de vací­os largos largos hicieron de las emociones una distancia imposible de juntar con las emociones que suelen redondear los funerales, los entierros y solo un adolescente confuso por la gente que se llama familia y el dolor que otros creí­an que tení­a por la perdida de ella llenaban el espacio de ese hoy lejos del presente. Algo no cuadraba, todos esperaban una emoción llena de dolor creí­a él, y pretendí­a con esfuerzo natural sentir algo y él tení­a solo ojos para ver, fingir y no fingir, recordar para otro dí­a, lo que ese dí­a pasó, ese año sin dí­a, sin año, sin fecha pero con imágenes que claman aún la calma frí­a que retumba como eco sin fin por los dí­as, años y mi vida. El túnel del eco atraviesa el principio de un Alzheimer que borra lazos sanguinos y deja a la existencia desnuda con pocas posibilidades que aceptar con fervor que en verdad así­ fue.

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