Lo de Don Héctor es otra historia, muy aparte, muy lejos de aquí y en otra realidad.
Nadie lo comprendió ni porque vivió en el pasaje más de 15 años.
Quizá porque no hablaba.
Las manos las tenía un tanto tatemadas, arrugadas, reflejaban superficies tan viejas como la Sierra Madre, especulaba la gente, debido al sol abrasador que se da en el Valle de la Muerte allá en Califas, Death Valley, picking cotton, en la pizca del algodón que alucinaba una vida de bracero.
Usaba un sombrero a la antigíüa, bien fifties, Fedora creo que le decían. Salía de su chante a las 8 a.m. todos los días y su destino era la panadería del Vasco.
Nos ganaba, a todos, las mejores tiras de birote recién salidos del horno, escogía con la mira como quien escoge verduras en el mercado, con suma delicadeza, cada birote. El panadero tenía buena opinión de Don Héctor pues ambos sabían lo que Don Héctor buscaba, consistencia en la forma del birote, ahí donde el horno agarra parejo y deja al birote en su punto.
Pagaba, decía la cajera, con sumas exactas, sin meter dos veces la mano al bolsillo de su pantalón Buffalo cuestión que una vez le fue causa de sorpresa ya que el precio del birote subió de dos pesos a tres y tostón de un día para otro y así, sin dar previó aviso pagó, como siempre, con moneda exacta, y al caer en la palma, tiznada con harina quemada, de la mano de la cajera, descubrió que fue en moneda de oro y al tipo de cambio del día en corriente.
Nadie, se rumoreaba, sabía de donde sacaba el dinero pues ni correo recibía mas era del pensar común entre los viejitos del pasaje que el gobierno gabacho le mandaba su chequésito cada mes. Otros, de los más curiosos y más atrevidos en dedicarle un pensamiento a los pasos del señor, decían que era dinero que tenía guardado en su casa.
Uno que otro malandrín de la vecindad planeó en voz alta atracos que jamás llegaron a llevarse acabo pues se corrió la voz que por altas horas de la noche provenientes del apartamento de Don Héctor no se oían los ecos de una aldaba retumbar por el pasaje ya lleno de silencio sino de varias y aparte, lo que de la imaginación salvaje de más de uno, aseguraban, se trataba del ruido de como cuando se cargan cartuchos en un cuerno de chivo.
De niños nos regalaba butterscotch dulces, envueltos en un plástico amarillo que hacía mucho ruido al abrirlo para el deleite de nuestro paladar, se nos hacía agua la boca na’más de querer abrirlos, siempre pensamos que era un hombre bueno nada más por eso a pesar de que lo único que recuerdo del ñor es la mirada.
Creo que era Doña Toyana la única persona con la que cruzaba palabra.
Buenos días, ¿cómo está?, ¿está mejor su pierna?, plática de gente mayor pues’n y así, cada mañana al regreso de la panadería daba la casualidad que Doña Toyana salía por su pan dulce que se echaba con su café, pa’ uno, casi al pie del alba, mientras daban la radionovela del Ojo de Vidrio en la RCN, justo a la hora de la vuelta de Don Héctor, asunto que no pasó desapercibido por varios vecinos y razón de uno que otro malpensar de la malas lenguas del tercer piso.
No fue hasta que cumplí los eighteen que supe que el ruquito era riata dura.
Me encontraba preocupado por la cartilla en aquellos entonces y al comentárselo un día de pason rosón mientras le ajeraba, acá bajita la mano, por unas cacharpillas para matar la cruda, me dijo, vete al Aguaje de la Tuna y diles que soy fulano de tal y ái voy, sin decir pío. Al mes tuve mi cartilla liberada. Qvo.
Le pregunté, bueno y usted ¿quién es? Nunca me contestó pero obtuve la respuesta más adelante por medio de Don Cayetano. Perteneció al Escuadrón 201 pero como todo mexicano tuvo que emigrar para librarla de algún modo en el terre después de la bronca WWII.
Una mañana no salió por su birote y Dona Toyana se preocupó, cuestión de viejitos que intuyen todo y al tocarle a la puerta y no hallar respuesta que le llaman a la Cruz Roja. Don Héctor yacía muerto. Al entrar los bomberos, pues los de la Cruz Roja nada más no podían abrir la puerta, se encontraron con el apartamento más pulcro y espartano que toda una carrera como bombero no había anticipado a ninguno de los ahí presentes. Los pantalones Buffalo, color caquis, lucían colgados de una silla marrón bien planchaditos. Tenían la línea bien calcada en medio de ambas piernas y las camisas, dos nada más, blancas que presumían starch a leguas y una recién lavada inexplicable pues no corría agua en su chante, olía bien. Había una mesa, una silla, una recámara y un cuarto con múltiple fotografías de sus compañeros tanto como de los fields de algódones como de su misión que cumplió durante la Segunda Guerra Mundial por ordenes del gobierno federal.
3 libros se hallaban en su interior y Don Héctor me los dedicó todos a mi.
He pues aquí la historia de Don Héctor Luciano y su vida.
*originally published Agosto 20 del 2005 con minor edits or maybe not.