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La semana que entra me encontraré en Estocolmo con mi familia, mi ruca, mi morra menor y yo. No por gusto, iremos de pasón rosón casi, a renovar nuestros pasaportes a la embajada mexicana. Por experiencia voy en modo de confrontación. Ya me la han hecho antes, así­ que ir a la embajada es como ir a México pero sin ese gusto que da estar por fin en tierra mexicana. Aunque supuestamente las embajadas son suelo nacional pero como todo está dado a lo extremo en estos últimos tiempos de pax americana pues solo en desgracia darí­a gusto ver la embajada por estos dí­as, nosotros vamos por el mero vil y cotidiano tramite de renovar mi pasaporte.

Las embajadas son unos antros teatrales que hospedan todo tipo de dramas de la vida para los que nos encontramos fuera de nuestros respectivos paí­ses. Como inmigrante, las embajadas tienen ese poder que atracción en uno de éxtasis incontrolable: poseen control sobre emociones de todo tipo en uno y son pequeñas dictaduras de papeleo y el diamante incrustado en la corona de cada burocracia. Las embajadas solo saben trabajar de arriba para abajo y la paranoia es el móvil de toda acción.

En nuestro paí­s, México, las embajadas son de lo peorcito pues es bien sabido que dentro de los estratos sociales, las embajadas son un pequeño dominio de la élite que no se apena de presumir de que son algo y te lo echan en tu face. Te quieren hacer saber que son más que tú de la manera más sutil posible, que ellos tienen la suerte de estar en ese sitio privilegiado. Y no, antes era peor. Ahora por lo menos los mexicanos ya no somos tan ojetes pero eso no les quita lo ojete sino que simplemente ahora solo se cuidan de que no los agarren siendo ojetes. Me gustarí­a saber justo de dónde sacan todo ese personal que trabaja en las embajadas. Me gustarí­a saber qué motivos operacionales les causa buscar una plaza en una embajada y qué tipo de sorpresas les causa encontrarse con otros mexicanos afuera de México aunque ya pistas me han dado anteriormente.

Un ejemplo. Una vez quise renovar mi pasaporte y al presentar mi pasaporte sueco como identificación el empleado me dijo que para qué querí­a el pasaporte mexicano siendo que ya ”la habí­a hecho”. El haberla hecho connota la despreciable sensación de haberme deshecho de un problema pernicioso que el empleado de la embajada querí­a que yo sintiera, como diciéndome en clave mexicana que ya estuvo, ya la libré. Trae consigo ese dejo del vestigio más insidioso del colonialismo mexicano: romper barreras para seguir adelante en los estratos sociales que nos rigen en este vil estrato social de la sociedad mexicana. Sé que existe cierto nivel de envidia. Se les ve en los ojos y quieren presumir de lo poco de algo que yo ya no poseo: un mexicanismo del más puro estilo de viejo prií­smo: nacionalista. De esos mismos que no tienen pudor en llamarnos pochos. Lo que me quieren presumir es que ellos la hicieron en México pero yo no. Pero creo que lo que más les duele es que yo ya no este en México aunque me avienten encima todo su esplendor burlesque en la mira de sus ojos. Pobre de mi paí­s.

Les hace falta mucho para aprender a respetar al ciudadano mexicano. Lo peor de todo es que tratándonos así­ ellos mismos se denigran. Y es que no es justo que no comprendan el aspecto humano de la transacción y lo digo así­ porque para la embajada mexicana de Estocolmo lo último en que piensan es en el humano detrás del papel, no hay manera de ser flexible y mucho menos ser comprensivo para los mexicanos que nos encontramos tan lejos de México. La lista, por ejemplo, de papeles para renovar el pasaporte mexicano requiere de una sarta de papeles que hay veces que rayan en lo absurdo porque tal pareciere que no supieren que no estamos en México para obtener los papeles. No existe modificación alguna ni consideración otra de que estamos en Suecia y que no todos los mexicanos que radicamos en Suecia vivimos en Estocolmo.

En fin, a ver qué pasa pero lo más seguro es que regrese con un mal sabor de boca porque algún papel mugroso me hará falta.

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