*pre-data. Este post salió a luz porque una voz así me lo indico, una idea que cosquillo. Se me hizo largo, torpe y hasta entrometido al verlo con el resto de mis posts. Pero a luz de este reportaje, sale de nuevo, algo hay en este pinche post que pide ser visto [pinche post latoso, se quiere rockstarear un ratillín], en fin, he aquí de nuevo, después de ponerlo en los drafts, a la vista de todos.
Nunca había visto la nieve de cercas. Ni sentido el correr de la sangre ante el frío por sus mejillas. A pesar del oprobio que le rodeaba, estar fuera de México, le causaba sensación ver el terreno helado, gélido. Una meta sin definición se centraba en su mente. Algo cumplido había, una sensación de cumplimiento cerraba círculo justo cuando su miraba se enfocaba en el adentro de sus entrañas. Los ruidos de martillazos se escuchaban a la distancia. Como todo mexicano, sintió aquello que nos embarga a todos los mexicanos una vez ya en el exterior, el primer mexicano aquí.
Corrió cuando Trotsky dejo su último suspiro en unas calles empedradas, donde las masas hoy trillan el malgastado aliento. Creyó, como miles de otros internacionalistas, que la Unión Sovética le recibiría con los abrazos abiertos. Un hermano, un internacionalista.
Fueron las 4 de la madrugada cuando entraron, sin llave, bajo el sigilo del creciente de una luna para avisarle que el barco saldría de Veracruz. Cruzaras por Alaska.
Sabía de Alaska pero nunca la había visto. Sentió orgullo poder irse por ahí, le daba un sentimiento de reinvidicación, poder pisar lo que alguna vez fue territorio ruso con sus huaraches, sí, lo pensó dos veces, me llevo estos huaraches, para pisar la tierra que le pertenece a la humanidad, empacaba, sintiendo la fraternidad viniendosele encima. El enemigo ideológico a vencer. El enemigo natural del mundo, de la Unión Soviética, sentirá el peso del amor del huarache mexicano, el huarache internacional.
Vio por primera vez en esos centros de detención soviéticos los boreales. Se asombró, como cuando se asombró de saber que los Mayas sabían de cuestiones como hoyos negros, llamado Hunab Ku. Como cuando las piedras vólcanicas de color llegaron a la UNAM, tiradas en montoncitos, cubriendo en el pasto verde de rocas porosas, para hacer lo que la imaginación de generaciones modernas sólo pintan como un radio, la Biblioteca Nacional. Miraba la luz verde zigzaguear los cielos por las rendijas de las paredes de cemento. Los golpes del frío los sentía en las retinas, pestañaba incredulo ante lo que sus ojos miraban.
Lo que iba a ser un papeleo de trámite aduanal se transformó media vida en un cayo del Archipiélago Gulag. Al ver hombres vestidos de verde portando rifles el eco de la Internacional se escuchaba lejos, lejos en su cabeza fría, fría.
Agrupémonos todos,
en la lucha final.
El género humano
es la internacional.
La daban risa los intentos de reeducación soviética porque el no comprendió nunca el ruso ni siquiera que era lo que pasaba porque entre el papelo el único vestigio de su hispanicidad quedo enmarcada entre signos cirílicos que resaltaban letras romanas, Jorge Pérez.
Recibió varios culetazos, por no entender el idioma y nunca pensó aprenderlo, no había ni como. Al último sólo trabajaba y lo único que entendía eran señales corporales, las miradas heladas de los ojos azules de aquellos hombres en las mismas condiciones que él.
Durante un solsticio de mil años atrás que Jorge Pérez se imagino en una lectura en la UNAM nunca se puso a pensar que estar en los gulags de Stalin lo llevaría a pasar uno entre tanto rojo rechazado. El cínismo, más que el frío, le carcomia las ideas, la fe, la esperanza.
Con dibujos en la nieve supo del rio Don. Un cosaco le sonría de vez en cuando. Le atraía la piel de Jorge. Prieta, quemada por el sol. Qué hacia Jorge ahí. No era necesario preguntar. Portaba ropa sucia, grises, y ni los guardias lo cuidaban mucho. No había escape para él. Cuando se acabe esto, pensó que sería bueno ir a ver el rio ese, de paso a México, no sería mal a idea. Una idea que quedó en el olvido a la muerte del cosaco.
Tenía muchas ganas de unas tortillas, se le veía en la miraba, pero ahí nadie entendía sus mirabas, sus anhelos.
Un día murió. Quedó tirado en una tumba en un lugar inhospito lamado Solovki y ni quién le cantará unas canciones ni quién lo envolviera en un sarape, y al paso de los años ni quién se envolviere en la palabra internacinal justo como él lo hizo.
Hasta que dí con sus archivos. La CISEN, antes conocida como Departamento Confidencial, le seguía los pasos. Iba seguido a escuchar las tertulias de los comunistas de Toluca. Me lo imagino, como aquí las letras procuran pintarlo. Mañana salgo para Solovki, intentaré trazar la misma ruta que alejo a Jorge Pérez de su tierra. Y me llevaré puestos mis mejores huaraches.
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