Tres días antes de que el Gíüero el taquero del malecón perdiere la razón me confesó desde su corazón que un deseo lo llenaba de llamaradas por atender. Quería ir al Japón, – La Tierra del Sol Naciente -. Sí algo inusual le noté desde que empecé a cruzar palabra con él fue cierta pasión que guardaba por el terruño. Amaba la Baja como cimarrón de la Rumorosa. Casí se le veía descalzo y apretar con sus pies la tierra y las rocas que pisaba de más de una manera. Se le metió a la cabeza de ir porque supo de unos japoneses que habían sido abandonados por contrabandistas españoles allá por Cabo San Lucas en el año de 1841. El nombre del barco, me dijo, con cierta mirada al horizonte y casi como si hablando sólo, se llamaba Eijyu-maru y salió del puerto de Kobe, es ahí donde quiero ir. Fue tanta su obsessión por ello que una vez que andabamos tirando barra en San Diego me hizo virar a la calle Adam de North Park. Nos detuvimos en una librería de segunda que se dedicaba a buscar y vender libros antigíüos. Al entrar llamó al atendiente por su nombre, Zach, y le pidió en inglés si podía dar con unos libros que traí apuntados en un papel de una bolsa de papel marrón, casi de mercado. Se trataba de nada más y nada menos que las crónicas de los siete japoneses que naufragaron en la Baja. En la lista vi el Tookoo Kibun, narrado por Zensuke Susami, capitán del barco; America Shinwa, narrado por el tripulante Hatsutaro Okazaki, y el Kaigai Iwa, narrado por Inosuke Matsuyama y el más extenso, tengo entendido, y elaborado por el médico Sukeyuki Kaku y el historiador Kibun Tanaka, académico, del señorío de Shimabara, a partir de la relación del tripulante Takichi Shimabara: Meshiko Shinwa, en once volúmenes, este último, me aseguró el Gíüero, está siendo traducido al español, as we speak. Zach miró la lista y le dijo que a lo mejor. Fue cuando, para mi asombro, el Gíüero le dejo dos billetes de a cien gabachos con la cara de Benjamin Franklin casi sonriendo haciendo a Zach hacer lo mismo, se le dibujó una mueca de alegría al clerk gabacho, haz lo que puedas le dijo y hablame en cuanto sepas algo de ello, no importa en qué idioma esten los libros, sólo haz que lleguen a mi poder le dijo, con cierto tono de voz serio que hizo a Zach asentar con la cabeza ”así se hará”.
Algo así como dos meses después vi los libros regados por su cama, como que los hojeaba antes de rolarse. Para mi sorpresa fue justo cuando también le descubrí unos pedazos de que lo a mi me pareció eran pedazitos de caña de azúcar cerca de su almuhada. Al vato le daba por masticar peyote traido desde Sonora mientrás trataba de entender las crónicas aquellas. Parece que se aventaba buenos viajes pues en la cabecera de su cama le vi un sólo libro, uno de Carlos Castañeda.