de lazos que el tiempo tarda en entrelazar

La vi de reojo y me salió la pregunta. Y es que me recuerda el momento de la indecidia. Yací­a ahí­ desde hace meses, estaba lista para salir de la casa, era nada más de agarrarla y llevarmela, pero no, la indecisión me detuvo. Hace tanto de ello, es un sobre que ha sabido acumular el polvo que sólo el paso de las horas y los dí­as saben dejar detrás de sí­ como huella indelible de una acción postergada; en espera de un desenlace. Tení­a una estampilla que conmemoraba las pinturas de Salvador Dalí­ de una serie que compré después de mucha deliberación y contemplación en la oficina de correos allá por la calle Once, esta tení­a esa pintura de los relojes derritidos, sin estampar, en un sobre blanco de 162í—229 mm con una dirección escrita a mano. La tinta escurrió ese dí­a con el mismo descuido que suelo hacer las cosas cuando quiero hacer algo impulsivo pero que al último momento, en el último segundo no lo hago por decidí­a. Mi letra es rápida, de una califrí­a con grandes impulsos que cualquiera que le pusiere los ojos encima no vacilarí­a en pensar que el que escribió esas letras iba de prisa o que era una carta con destino a esa masa de gente a la cual no se le depara ni el más mí­nimo sentido de que van a ser leidas por una persona. Daba todas las señas que era una mí­siva con las intenciones de deshacerse de ella como cuando alguien manda una carta a la compañia de electricidad o al banco.

¿Por qué no lo hice? Intento recordar su contenido, ¿Serí­ase acabo una de esas cartas donde descargo las emociones de una afrenta? Iba para Carla ahora que recuerdo. Le decí­a que que cruel era por no haberme dejado su nueva dirección, le decí­a que a pesar de ser mujer sus sentimientos eran frí­os, que cómo se atreví­a a jugar así­ conmigo, con mis sentimientos, que qué creí­a, que los hombres no tenemos emociones ¿o qué? Y nunca llegó al buzón, ¿a qué dirección? Ahora iba a caminar.

La tarde era larga, como lo suelen ser cada vez que salgo a ver un poco de gente por las calles de la ciudad que nos une, ella quién sabe en dónde y yo aquí­ paseandome bajo lámparas a media luz, hace tanto que no la veo y ahora que vi esa carta la memoria de esa noche recorren aquellos viejos sentimientos que despertó en mi. Y tan sólo han pasado tres meses desde que inundo mi vida con todo su ser.

Deberí­a de haber tirado esa carta desde hace mucho, pero no lo hago, la excusa de que la estampilla me puede ser util me detiene pero tampoco hago el más mí­nimo labor para despegarla del sobre, serí­a así­ de fácil. Sólo tendrí­a que poner agua a hervir en una olla y poner el sobre encima de los vapores para desprender la estampilla del papel, ya lo hecho antes, ¿qué me detendrá? De alguna manera la paciencia que guardo, lo que siento dentro de mi, dice que sólo es cuestión de tiempo, es el modus vivendi del enamorado apacigíüado, sí­.

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