En el velorio de Carlos

Carlos tronó la lengua y los labios al decirlo, ah, sí­ esa madre era de a devis gíüey.

Se pasó de vergas, era una simple tranza, un cambalache cualqiera. El Socio le soltó un madrazo en la pura face que hasta agarró diente. La sangre manchó la piel morena de su puño, marcando las lí­neas de su arrugada y cicatrizada superficie. Era de lanzarse al otro saite con una madre, un brinco y ya. Entregar, retachar.

Carlos ya no sabí­a lo que hací­a, su mirada era tan extraviada que uno nunca sabí­a sí­ estaba aquí­ o en otro lado, le poní­a un chingo al crico, crystal, drogas sintéticas que destruyen el cerebro, el decoro, a sólo diez pesos el viaje. í‰l se quedó arriba hace un chingo ya. Caminaba sin parar las calles de Tijuana, de noche, la placa ya ni lo pelaba. Era un loco con un pasado de chingón, tení­a promesa en los cí­rculos criminales, sabí­a hacer jales. No se procuraba, ni porque le dábamos carrilla de limpiarse. Antes se vestí­a bien chilo el guey, Levi’s, Vans, camisas Hang Ten, OP y todo eso. Estaba carita el guey, traiba siempre jainas bien wuenas de la revú. Solí­amos admirarlo porque era cabrón el wey y las jainas lo pelaban. La mugre se volví­a negra con facilidad en sus uñas, se miraba grasosa. ¡Sácate a la verga para otro lado! le respingue más de dos veces. Un dí­a escamó a dos tres gueyes. Habló sólo, argumentando ideas a sí­ mismo en voz alta y cuando le decí­an: ¡cállate pinche loco! los demás saicos no recibí­an contestación, Carlos ya traiba su propio rollo, esa noche lo alejó más de la sociedad.

Así­ que cuando desapareció por tres meses y se supo que se habí­a internado con los Hermanos hubo un poco de esperanza en el underground de los cacos. El Socio se comió el verbo y le dió ese jale, sin saber que al soltarle la droga la tentación serí­a demasiada para Carlos.

¡Sí­ era de a devis! y la sangre le corrió por las narices mientras el Socio se wachaba el puño y gritaba ¡pinche loco huesudo!

Le llovieron más putazos, nadie intervino pero yo sentí­ remordimiento, metí­ mis dos calitos al asunto, calmate ya Socio.

Lo volví­ a ver la semana pasada, siempre le caiba al terre. Vení­a todo lleno de costras, me reconoció, ¿qué onda gíüey, presta una feria no? Dormí­a en el bordo, entre Tijuana y Imperial Beach. Tení­a dí­as sin bañarse y jedí­a a rayos, su sanidad si tan sólo efí­mera. El avión de todos los dí­as se le habí­a bajado un poco. Las ojeras estaban demasiadas negras. Le solté unas cacharpillas no sin antes decirle que andaba bien zarreado y que se alivianara. Su pelo estaba tieso, lleno de tierra y fue lo último que le vi.

Después lo vi en el pasaje del barrio, tirado en el suelo, su cuerpo rendido abrazando el cemento. de ese que nunca ve el sol, frí­o, dormí­a con la boca abierta y sus instrumentos de droga a un lado, varios encendedores y unos bulbos fundidos, de 100 watts. Me fui a comer un caldo de res a la esquina con Doña Ramí­rez, de lejos miré como daban vueltas unas luces azules, sin ruido.

Me puse a pensar, cuantas amistades tengo de las cuales ni sé como se llaman, ni quienes son sus familiares, porque al Carlos pocos le conocí­an su pasado, yo nada más lo wachaba ir y venir, me bajaba una lana y hasta ahí­. Las personas se vuelven insignificantes cuando su exterior no promete nada y muy pocos ven el alma, la hermandad, la humanidad. Eso dije en el velorio, y la carrilla no se hizo esperar, se rieron, no seas mamón guey. Vete a la verga y quién sabe que más. Yo sólo formé una leve sonrisa en mis labios mientras mis pensamientos se uní­an a la memoria de Carlos, así­ es el terre, ni modo.

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