Me lo aseguraba con la sencillez de una mentira fácil de hacer a un lado, no le haría daño a nadie (a little white lie) y su presencia me lo alegaba con la misma pasión que el color cereza de su exterior. Ahora no estoy tan seguro de ello, pero sí. Los teclados son de marfil paquidermo, y la madera está barnizada con un ingrediente no tan secreto ya: está compuesto con aceite de tortuga caribeña. No sé como pudo esta cosa freak dar en mi casa pero tampoco puedo explicar cómo es que la pintura del artista sueco Nils Dardel (1888-1943), cuyo motivo es el de una dama mexicana (1940-43 acuarela), termino colgada en una de mis paredes ni como la loza china del siglo XVIII bien tuvo la gracia de aparecer en uno de mis estantes de mi librería de un día para otro.
Normalmente no le pongo atención a estas cosas, ya que me causa pereza cuestionar el orden del universo y más si este decide decorar mi hogar como por arte de magia. Pero esta vez tocó las fibras de mis principios. Estaba en pleno trance mental tratando de averiguar, con las pocas pistas a mi mano, cómo es que este artefacto del siglo pasado pudo de repente estar ahí y causarme una ofensa con su grotesca apariencia cuando escuché la voz femenina desde el piso de arriba: es de los padres de mis padres.
Es triste ver este tipo de intercambios materiales de una generación a otra. Pero ahí estaba ahora, era mi turno de poseer este artefacto o por lo menos verlo en mis rondas cotidianas por esta casa que tampoco en realidad sé como vino a dar a mi vida, de repente todo transcurría en un subir y bajar escaleras de un piso a otro en mi hogar y cuando la veo de lejos su color amarillo me causa una sonrisa inexplicable en mis labios. Y no es que este loco sino que simplemente creo que hay cosas más importantes en la vida que andar fijándose en posesiones materiales, más si logran sorprenderme de vez en cuando pues me hacen sentir un poco bookish ya que siento que soy un niño que va leyendo toda su vida para sólo levantar la cabeza de vez en cuando y descubrir que el mundo a mi alrededor ha cambiado. Y ni sé como los cambios se dan, por ejemplo, un día caí en cuenta que vivía en Estocolmo y no en Tijuana.
Una vez alcanzé a oir lo que me cuerpo y mente amén de mi alma detectaron como un insulto verbal y que por causa de cuestiones mayores en mi mente ese día no le puse mayor deparo a ello pero las palabras que bien supieron dar a los tambores de mis oidos y colarse entre los archivos mentales de mi vida alcanzaron a formular unas palabras en inglés: you’re nothing but a wafter!
Pero en fin, el piano sigue ahí, y no sé ni que hacer, siento en mi la necesidad de hacer algo pero la sola presencia de su estancia, pegado a la pared oriente de la casa, me intriga. En realidad ha hecho una labor excelente porque hace días, cuando deje reposar la problematica, se oyó una música elegante la cual me hizo buena compañia en mis estudios de la lengua Quiché. Me hizó bailar un vals increible con el dilema del día (disntinguir entre un pronombre posesivo y un adjetivo pospuesto) y cuando menos pensé había resolvido el problema que tantas noches de insomnio le había causado a mi colega.
Al otro día el piano había perdido su lugar ya que mis ojos lo último que vieron de él fue su elevación a un trailer de lo que presupusé era un camión de inmobilarias. Yo seguí leyendo las noticias del día, habían descubierto la manera de hacer rosas azules, wow.