Prufrock pasando de largo por el Wasteland

Cuando la noche cayó ese dí­a brilloso del 6 de Agosto de mil novecientos veinticuatro las rendijas de las cortinas se desmayaron ante la falta de un rayo de amor, simplemente no habí­a ojos que las notaran. Astudillo, José (1897-1943), de su novela “Si la oscuridad tuviere ojos para verme mejor reflejado en ellos” (1936, Venezuela)

Como planta que ansea un poco de sombra ante la incesante calor del viento que norteafricanos mandan ví­a el sur Europeo y bajo nombres exóticos como siroco, se procuraba imaginar un oasis que nunca salió de la realidad para darle paso a la fantasí­a que tení­a delante de sí­, perdón dijo, “es que ando un poco lento”. En el paraje, el agua se deslizaba, poco a poco, pues sólo rociaba mañanas así­ de pasito, con brisita y de sus labios partidos crujió una lamentación en D con todo la intensidad de sus 293.66 hertz: “tláloc, hijo de puta”; luego las palmas de sus manos se juntaron para reunirse en su pecho mientras su cabeza se inclinaba hacia el suelo y los párpados caí­an clausurando todo a su alrededor. Tení­a sed de venganza y los estruendosos gritos que el tormentoso dolor le hací­an pegar al cielo se hicieron una plegaria de peticiones aconfesionales en su más í­ntima privacidad, ya en su templo, su fervor lo acerco a la oscuridad de sus cavidades cerradas y siguió subyugado a los intensos deseos de su alma y los obstáculos que su cuerpo y mente le poní­an delante para hacerle perder los estribos amén de su ser.

Por un momento, mientras alzaba la vista sin abrir los párpados y después de aquella entrada de rodillas (como un ex-voto sin haberse nunca cumplido) a su templo mayor, vio nubes desvanecerse ante la inmensa fogata que salí­a desde el infinito rincón de su universo. 9 ideas surgieron alrededor de su cabeza, nueve nuevas sandeces se dijo con silencio, ante sí­ mismo, en ese desierto donde la población se alzó de las rocas refrescantes para ver que se vislumbrada en el espejo de las ondas cálidas los cuales a veces semejaban un paraí­so intruso y ajeno a ese mundo, después sintió/pensó sin palabras, sí­, esos vientos, esas nubes, perecen también y asintió sin más esfuerzo que la mirada de sus ojos ya abiertos. Contemplo las raí­ces de unas gardenias y como se extendí­an por todo su lecho y la extensión de la raí­z de una mala yerba por otro lado.

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